jueves, 31 de mayo de 2012

Este junio con sabor a despedida


Recostado contra los muros de marfil dorado
del laberinto de tu piel morena, 
he jugado a creer que no pasaba el tiempo,
a amueblar castillos en el aire, 
a dibujar su silueta acristalada con la punta de mis dedos


Olvidando, protegido en la penumbra tras la dulce venda que tú,
siempre tú,
dejaste caer hace años sobre mi mirada,
que el tiempo,
Chronos impasible,
termina por ganarnos cada batalla.

Y así, pequeño mío, nos hemos dejado arrastrar,
mecidos por el tarareo monocorde
de la más apacible de las rutinas,
Hipnotizados por la paleta de colores imposibles,
los colores de un loco,
que con trazo grueso, inexperto, infantil,
pinta a borbotones el estallido y el dolor de un amor inesperado.
Del azul metálico del cielo de sus comienzos,
del púrpura de sus atardeceres,
del ocre apagado de sus eriales y desiertos,
del bronce teñido de sangre de sus caminos alfombrados de hojas secas.
del gris perlado de sus muros de plata,
del rojo vivo de sus infiernos.

Melancólicos vitalistas, escépticos apasionados,
brujos y alquimistas,
libres pero encarcelados,
idiotas,
enamorados.
Nos hemos dejado arrastrar por la espuma de este mar en calma,
por el día que lleva al día que lleva al día,
por la noche sin estrellas, el día inacabado.

Y así, compañero entre compañeros, hemos bailado cada paso.  
Y en el frenético baile hemos burlado a Chronos,
pirueta a pirueta,
leves como la risa de un niño,
sonrientes,
fugitivos,
hemos atravesado sus barrotes de apatía,
escalado sus muros de negro acero,
y un pie tras el otro,
acompañados por la melodía de nuestro silencio,
hemos recorrido las millas de este camino.
Camino libre,
camino incierto,
camino nuestro.

Por eso no me duele ya la nostalgia
del que extraña lo que sigue estando a su lado.
No me duele esta eterna víspera,
este andén de una estación,
esta maleta llena de ropa,
esta luz que ya se apaga,
esta última canción.


No, no me duele este junio con sabor a despedida,
porque sé,
compañero entre compañeros,
mi guardián, mi muralla, mi santuario,
que ya hemos ganado. 


 
A la persona que más quiero. Tu fuego me mantendrá vivo en la larga noche finlandesa.

Gris


martes, 15 de mayo de 2012

La pesadilla Erasmus


Los antropólogos del futuro van a tener una tarea interesante entre manos. Entre dar con un desencriptador capaz de descifrar los garabatos de mis últimos esquemas de Historia de la Comunicación Social, analizar la composición bioquímica de esa pizza que lleva meses sepultada en el cavernoso destierro de nuestro congelador, catalogar todas las formas de vida que aparezcan cuando separen el radiador de la pared y se descubra “el” rincón en el que nunca barremos, tenebroso triángulo de las Bermudas en el que caen, atraídas sin remedio, todas las monedas de céntimo para salir convertidas en pelusa interestelar… Oh, les auguro una carrera profesional fascinante, plagada de acertijos irresolubles y de preguntas que sólo conducen a más preguntas.

Miro a mi alrededor y ya puedo verles, esos rostros consumidos por la emoción del descubrimiento, sosteniendo entre índice y pulgar uno de nuestros calcetines desemparejados, etiquetando con aséptica eficiencia muestra tras muestra de pases de discoteca y vales de descuento del Burger King, desempolvando con respeto ceremonial  la cubierta de uno de esos libros del orden de “Manual de Farmacología” o “Anatomía Patológica” que tanto abundan en nuestra estantería. Ah, aunque jamás llegue a conocerles y agradecerles personalmente su rigor y competencia, siento un cariño inexplicable por mis queridos descubridores. Sólo puedo esperar que su sentida vocación científica resista el trance de deslizar la puerta corredera del armario y allí encontrarse, oh infiernos, con los restos descoloridos de mi esqueleto y mi nota de suicidio.
 
“No lloréis por mí”, dirá la nota, “no derraméis lágrimas amargas por mi triste final, pues muero en paz, sabiendo que no me aguarda en los infiernos horror comparable al de gestionar los trámites para obtener una beca Erasmus”. “¿Erasmus?”, se extrañará en voz alta la antropóloga jefe, una suerte de Bones futurista pero igualmente tenaz, recibiendo por respuesta de su colega allí presente una mirada de idéntica confusión.

A todas esas cejas levantadas, preguntándose en estos momentos sobre la relación entre la historieta anterior y la beca Erasmus, les remito a la portada de cualquier diario nacional del último año. A menos que las cosas den un giro de 180º - y aunque en política lo hagan con frecuencia, rara vez es para bien -, el deseado Erasmus tiene los días contados en nuestro país y bien podría acabar perteneciendo al campo de la antropología; un mito que los futuros estudiantes españoles citarán con fervor para la incredulidad del que les esté escuchando: “¿Becados para estudiar en el extranjero? ¡Te estás quedando conmigo!”

Como beneficiario de una de las últimas becas Erasmus – la Complutense ya ha anunciado que planea reducir drásticamente los destinos y becas – confieso que los meses de trámites han sido una pesadilla a ratos, un vagar por el desierto a otros. Desde conseguir descifrar el kilométrico .pdf que cuelgan las oficinas Erasmus de las facultades y al que te remiten de malas maneras cuando les planteas cualquier duda (duda que tardarían en resolver lo mismo o menos de lo que les lleva explicarte que no pueden resolvértela), hasta el salto al vacío que uno se marca rellenando un Learning Agreement que rara vez termina de comprender, pasando por una infinidad de situaciones esperpénticas.

Al estudiante elegido para disfrutar de una beca Erasmus pronto se le atraganta el entusiasmo al darse cuenta de que los trámites, lejos de terminar, no han hecho sino comenzar. A partir de ese momento, al pobre incauto le esperan horas y más horas perdidas golpeando la cabeza contra ese muro tras el que se parapetan la mayor parte de administrativos de las oficinas Erasmus; unos administrativos armados con la más indescifrable de las retóricas indescifrables, sembrada de entelequias burocrático-lingüísticas que lanzan al estudiante sin perder la media sonrisilla.

No hay que olvidar que sobre sus hombros descansa la titánica labor de gestionar centenares de solicitudes con muy pocos medios; tampoco hay que olvidar – ni dejar de agradecer – que desempeñan esa labor estupendamente. Por eso cuesta comprender por qué parecen querer convertir el proceso en algo más inhumano de lo innecesariamente inhumano para el estudiante, criminalizarlo cada vez que tiene una petición de información – un derecho evidente para quien paga una matrícula –  en un proceso burocrático en el que a uno le surgen a patadas. Como digo, no lo comprendo. ¿Quizás un desquite, una de esas pequeñas venganzas a las que tan afectos somos los humanos? Ni lo sé, ni creo que vaya averiguarlo en esta vida.

De hecho, si la universidad salva la cara en estos temas es gracias a la labor de voluntarios (ya me veo a la Botella dando palmas): el estudiante de tu facultad que se encuentra en el Erasmus que has solicitado y que desinteresadamente te lo cuenta todo, desde la ropa de abrigo que uno necesita para sobrevivir a los -25 de Helsinki hasta la cuantía de la beca que recibe cada mes, pasando por el garito Erasmus en el que dejarse caer cada miércoles; los jóvenes becarios que trabajan en la oficina Erasmus y que consiguen (¡Oh, prodigio!) que cada vez que llames a la puerta de la misma no sientas que estás metiéndote en la jaula del león.

A todos ellos, profundo y sentido agradecimiento. Porque es gracias a ellos que uno conserva una cierta esperanza tras esa odisea a la deriva por los fangos del laberinto burocrático. Hace apenas una semana, finiquitado ya el último trámite (contaros cuál sería alargarse más de lo que ya se está alargando este interminable post…), volví a casa andando y me senté frente al ordenador. Sin darme cuenta, abrí el explorador y tecleé “Helsinki” en la barra de búsqueda. Así, envuelto en el silencio de los instantes irrepetibles, mis ojos devoraron con avidez cada detalle de la instantánea a pantalla completa de la ciudad en la que voy a pasar un año de mi vida. Y por fin se hizo la luz; y por fin lo sentí brotar a borbotones dentro de mí, como brotan las cosas inesperadas pero sin retorno:

Me voy, me voy, ¡¡ME VOY!!

Gris




viernes, 11 de mayo de 2012

Erasmus


Quizás por haber dado tantos tumbos hasta encontrar “la” carrera, durante años se ha ido aplazando uno de mis mayores sueños – “el” sueño – antes de entrar en la universidad: la beca Erasmus.

Aunque quizás para otros el asunto se reduzca a una excusa para el desmadre continuo, un agradable cambio de rutina no esperado inicialmente pero bienvenido de cualquier forma, he de admitir que, en mi caso – como en el de muchos otros, estoy seguro – marcharme responde a una necesidad vital. Esto es algo que compartimos los que adolecemos de escapismo: ese ansia, que nos roe las entrañas desde que tenemos uso de razón, por conocer todo lo que no se encuentre a un radio de 100 km de distancia. Por escapar, en suma, de todo lo familiar y predecible, por más cómodos que nos sintamos tras los acogedores barrotes de la cárcel de oro.

Buscar cualquier cosa en Wikipedia y terminar con 50 pestañas abiertas, pasarse horas hipnotizado ante el Googlemaps – versión posmoderna de la Larousse -  con la media sonrisa del nostálgico que extraña lo que nunca conoció y probablemente jamás conocerá, y, por encima de todo, morirse de ganas de que llegue “el” instante. Sí, exactamente ese instante: aquel en el que se baja uno del avión, tren o coche, cierra los ojos y aspira fuertemente ese aire de los sitios nuevos. Aire de mar, de montaña, de oscuras arboledas, de megalópolis inquieta. Sí, ese aire: quién lo ha probado lo sabe.

Pero ni toda una vida de trayectoria como reconocido escapista me basta para hacerme a la idea del salto al vacío que comienza para mí en septiembre. Oh, no hablo de comprenderlo racionalmente – sé y soy consciente de que me voy a Finlandia –, hablo de sentirlo en propia carne. De sentir que pasaré nueve meses en esa Atlántida del Báltico, esa inmensidad de millas y más millas de coníferas, impasibles centinelas de verde y metálica armadura. Bosque sobre lago, lago sobre bosque. Verde sobre azul, azul sobre verde. Blanco sobre ambos, cubriéndolos con el suave manto del silencio. El silencio pétreo de los lugares eternos, que han sido y serán.

Los ingleses tienen un dicho en el que pienso bastante últimamente: the grass is always greener on the other side. Y aunque (es preciso recordarlo) la hierba es más verde en Finlandia que en mi Castilla agrietada y querida, existe siempre la posibilidad de que mi Atlántida, esa Finlandia que siempre he imaginado envuelta entre las brumas y la leyenda, se quede en eso, en brumas que se disipan y revelan a un país que, con sus particularidades, es como cualquier otro. Decía el sabio de Sabina que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Y yo he sido feliz construyéndome mi mito de Finlandia desde la distancia, recorriendo sus bosques y sus lagos en mi imaginación.

Sólo el tiempo dirá si los castillos en el aire que construí hace tantos años resistirán el conflicto entre la Finlandia de mis sueños y la Finlandia real. Es un riesgo que debo asumir, quiero asumir. Porque existen momentos, no demasiados, en los que siento abrirse una puerta ante mí y sé que lo que hay al otro lado es Finlandia, es su aire a norte, a inmensidad y a hojas secas. Y durante un instante, un único y mágico instante, puedo tocarlo todo con la punta de mis dedos. 

 Gris
 



Finland

...And now, after so long a wait

I shall walk the same woods you walked

Breathe in the same northern air you breathed

Drink from the thousand mysteries you once unveiled for me

I shall never forget the days of the long winter that is to come...