lunes, 10 de septiembre de 2012

Algo de normalidad


¿Hay un cielo más bonito que el cielo de otoño de Helsinki?
Si llevo unos cuantos días sin escribir no es porque no tenga de qué hablar; cada día estoy más convencido de que tendría que dedicar cada minuto de mis noches a poner por escrito las impresiones que voy acumulando cada día. Intento recordarlo todo, fijar sobre piedra el mosaico de fragmentos de Helsinki que cada día entra por mis cinco sentidos pero me veo incapaz: las nuevas vivencias van desplazando, una a una, a las ya registradas. Lisa y llanamente, no queda espacio para todo este vendaval de sensaciones y el cansancio acumulado no ayuda. Compruebo, poco sorprendido, que está sucediendo lo que sospechaba allá cuando, todavía en España, imaginaba mis primeras andaduras por aquí; compruebo que lo urgente de mis primeros días de Erasmus no está dejando demasiado hueco a lo verdaderamente importante: encontrarme a mí mismo en este nuevo escenario, encontrar mi hueco en esta ciudad de aire frío, aire liso y cortante como una cuchilla. Esta ciudad con olor a lluvia, con tacto a madera pintada, a piedra noble, a musgo, a hierba. 

"He hecho tantas, tantas cosas que apenas si he llegado a ver la ciudad en la que las hacía"



La Helsinki que sigue su curso, que no espera
Es curioso cómo los estudiantes Erasmus no dedicamos nuestros primeros días a conocer el sitio a donde nos han llevado nuestros pasos sino a todo lo contrario: a ocupar cada día del calendario con una maratón que dejaría sin fuelle al atleta más veterano; una maratón de viajes, de colas, de trámites, de presentaciones y nuevas amistades – no os imagináis la de veces que he tenido que explicar “qué” es Valladolid en apenas una semana – y de, lo habéis adivinado, fiesta, fiesta, fiesta. Si me cuesta describiros cómo son mis días es porque apenas si soy capaz de recordar todo lo que me da tiempo a apretujar en un solo día. Siento como si hubiera pasado la última semana atrapado en un túnel vertiginoso, hipnotizado ante un torbellino de luz y color, de manos que estrechar, cervezas a las que dar un trago, papeles en los que poner mi firma, canciones que cantar… Ahora, aturdido al otro lado de ese túnel, me encuentro con la Helsinki de verdad, la Helsinki que no espera, que sigue su curso imperturbable y no se arredra ante los lamentos de nadie; la Helsinki en la que he hecho tantísimas cosas: comprado, comido, reído, bebido, bailado, resuelto problemas, contado monedas, escrito, hablado, hecho planes. Tantas cosas, tantas tantas cosas, que casi ni he llegado a ver la ciudad en las que las hacía.


Tres felices exploradores en la tierra de los mil lagos
Por eso he recibido con alegría una sensación que lleva un día o dos filtrándoseme por cada poro: una cierta normalidad. Quizás lo mejor de la normalidad es que siempre termina imponiéndose a los tumultos, por grandes e insuperables que éstos se nos antojen. Por fortuna – aunque a veces también por desgracia – el ser humano siempre termina por hacerse a todo. Y yo me voy haciendo, aunque todavía queda, a esta Helsinki que siempre consigue sorprenderme con algo nuevo. Retazo a retazo, rincón a rincón, jirón a jirón se va entretejiendo el retrato de este país, un país del que intuyo más que sé, del que sigo adivinando más que veo, pero en el que empiezo a sentirme en casa. No es lo mismo ir al supermercado el primer día – esa primera gran compra en la que uno se lleva el primer e inevitable susto con los precios finlandeses – que hacerlo por ya tercera vez, sabiendo por dónde buscar, qué comprar y qué no. No es lo mismo el sudor frío que te humedece las sienes cuando llamas a una puerta y te reciben los veinte rostros desconocidos de tu primera room party que la extraña calidez que sientes dentro cuando, días más tarde, te reconocen entre sonrisas, abrazos y hasta un mote – Steve Jobs, ¿qué os parece? Obra de un par de portugueses muy salaos.


"La magia de un mundo salvaje, duro pero donde también existe el regalo de una naturaleza que ya forma parte de ti mismo"



La calidez de un sol que se abre paso
No, no es lo mismo. No es lo mismo dar tus primeros pasos por el centro de Helsinki con los ojos muy abiertos, brillantes, presos de un hechizo, fascinados con cada pequeño detalle, que recorrer el mismo camino varios días más tarde con tranquilidad, más absorto en las pequeñeces y vicisitudes del vivir diario que de las maravillas del lugar nuevo. Ese delicioso instante en el que te descubres ya casi finlandesizado, caminando con paso resuelto con la bufanda anudada al cuello, el abrigo ondeando al viento, con la mente entretenida con “antes de ir a casa, tiro por Kaisaniemenkatu y me paso por la tienda de segunda mano”, “¿qué segundo plato habrá en el menú de Porthania de hoy?”, “¿Qué dirá hoy el Helsingin Sanomat del desastre de Nokia?” Ese instante irrepetible en el que, de pie esperando a que se ponga en verde el semáforo de peatones de Mannerheimintie, te sorprende uno de esos claros entre nubarrones tan típicos del otoño de aquí. Allí plantado ante los coches que van y vienen, te descubres desanudándote la bufanda, sonriendo ante la caricia inesperada de la luz, esa calidez, ese viento que esconde los colmillos por unos pocos minutos para jugar a ser brisa que te hace cosquillas en la frente. Ese pequeño acto inconsciente encierra un mundo de significado: ya eres finlandés, ya comprendes la magia de un mundo salvaje, incierto, inclemente pero donde también existen claros entre las nubes, el regalo de una naturaleza que ya forma parte de ti mismo.  

Puede que sea una normalidad un poco rara (¡leche, que estoy viviendo en Helsinki!) pero de momento me basta para seguir adelante. Prometo escribir tan pronto como me dejen estos días con demasiadas pocas horas; estoy considerando hacer un minirreportaje sobre la universidad finlandesa. Como despedida, os dejo con el viento que aúlla esta noche al otro lado de mi ventana. Ojalá pudiera enviaros un pedazo en una cajita, para que sintierais, más allá de todas estas parrafadas mías, cómo corta el filo del viento por estas latitudes. Ayer por la noche el termómetro de uno de los edificios de Kamppi marcaba 4ºC; con el viento, empezaban a parecer -4ºC. ¡Agárrense, que vienen días – y  noches – interesantes!

Gris


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