martes, 10 de julio de 2012

Un juntaletras entre batablancas

¡Socorro, un batablanca asesino!

Cuanto más lo leo, más me atrae ese título para abrir las improbables memorias de mis años más recientes. Decía George Carlin que es preferible mantener un grupo de amigos lo más pequeño posible puesto que tres de cada cuatro asesinatos son a manos de alguien que conocía a la víctima. Y yo parezco haber dedicado los últimos cuatro años en Madrid a llenar mi vida de más y más potenciales asesinos, de esos que aguardarán al instante en que me abrace la fama, firme autógrafos en mejillas febriles de admiración y acumule más Pulitzers en la estantería que tomos de la Enciclopedia Británica para entrar en mi luminosa villa a orillas del Báltico – puestos a soñar estupideces – y asesinarme a sangre fría. Sí, queridos lectores y blogueros: no les hablo sino de mis queridos batablancas. 

Aunque todavía queden un par de cafés hasta escribir unas memorias – para bien o para mal todo está aún por escribir en la página en blanco que sigue siendo esta humilde vida mía -, estos días de un cielo azul insoportable, de emociones que zumban y restallan como lo hace la electricidad en una tormenta de verano, este julio que sigue, como junio, oliendo a una despedida que no termina, que sigue sonando a megafonía de última llamada en una estación, sabiendo a la sal de unas lágrimas mal contenidas… Como decía – que me pierdo, como siempre – este julio no he podido evitar sentarme a contar atardeceres y a echar la vista atrás, en ese ejercicio tan masoquista pero tan entrañablemente humano conocido como hacer balance, mirar alrededor de uno y preguntarse: compañero, ¿en qué punto nos encontramos?

"Si hay algo que me aterra son los puntos de inflexión, esas épocas en las que se cierran puertas y se abren otras"


Como gran inseguro, si hay algo que me aterra son los puntos de inflexión, esas épocas en la vida de uno en las que se cierran puertas con ese chasquido de lo definitivo y se abren otras por las que se intuye más que se siente el aire de las cosas nuevas. Sé que esto no es problema para algunos – ese tipo de gente cuya vida ha sido una sucesión de reinvenciones, de embarcarse en viajes sólo de ida y nunca mirar atrás – pero yo no puedo cerrar ninguna puerta sin preguntarme por lo que dejo atrás.

¡Un brindis por Renia, Renata, Rinitis, Renardo y Renoir! 
Y es que, en este caso, lo que dejo atrás es una amistad que difícilmente hubiera sospechado cuando, hace cuatro años y acompañado por mi pequeño, entré por primera vez en la Facultad de Medicina, estreché manos y besé mejillas intentando entre nervios memorizar tantos nombres desconocidos que luego llegarían a significar tanto. Sitúenme en mi contexto, que diría un erudito de la pragmática: recién llegado de una Salamanca escenario de mil fracasos y soledades, aún desconfiado, receloso de todo acercamiento, de toda sonrisa fácil… No recuerdo bien ya qué es lo que esperaba exactamente de los Madriles y de la gente que iba a conocer; lo que sé es que no se parece en nada a lo que ha llegado a ser después.

A veces cuesta recordar la vocación entre tanta línea
A riesgo de estereotiparles, si quiero describiros a mis batablancas deberé necesariamente mencionar la carrera de Medicina, ese monstruo insaciable que durante seis años ha devorado, mordisco a mordisco, esquema tricolor a esquema tricolor, diapositiva a diapositiva, todas las horas de su tiempo libre. Podríamos hacer cábalas sobre si hubiera sido menor la amistad de haber estudiado otra carrera, pero la realidad ha sido que estudiaban medicina, que desde que les conocí y hasta hoy mismo – mientras yo escribo estas líneas y vosotros las leéis, ellos se dan de cabezazos contra un resumen MIR de las patologías de la faringe – se han dejado la piel por sacar adelante unos estudios. ¿Y cómo no simpatizar con ellos? ¿Cómo no derrumbarme cada vez que asistía a la enésima renuncia, al enésimo instante de silenciosa amargura ante el hecho de saberse encadenado a una mesa y unos apuntes mientras allá afuera el tren de la vida seguía en marcha y a él se encaramaban, entre alegres carcajadas, los afortunados que eligieron estudiar otra cosa?

Pero hoy quiero hacerles justicia, no quiero recordarles únicamente – ni que vosotros les conozcáis – por la losa que han cargado a cuestas; quiero recordarles por cómo han tenido la entereza de quitársela de encima, de, cerveza en mano, burlarse de ella a golpe de carcajadas, de anécdotas, de fotos ridículas, de desmadres, del último cotilleo susurrado entre cinco o seis cabezas inclinadas, de abrazos colectivos. Y es de eso de lo que hoy vengo a hablaros: de una victoria. Porque aunque muchos de ellos sigan sin enterarse – todo el día estudiando estos batablancas tan cansinos, nos necesitan a nosotros para que se lo recordemos -, han ganado la batalla. Como ya hiciera David con su minúscula honda, a base únicamente de esfuerzo, paciencia inquebrantable y, ante todo, capacidad de reírse de sí mismos – cómo si no habrían sobrevivido – mis batablancas han vencido a su Goliat particular, le han asestado el golpe mortal y al final, han encontrado su propio camino tras años vagando por el desierto. ¿Y acaso no es eso lo que, con mayor o menor éxito, tratamos todos de conseguir en esta vida?

"Mis batablancas han ganado la batalla, han encontrado su propio camino tras años vagando por el desierto"


Enfundado en un traje que me prestaron, el pasado 30 de junio asistí a su graduación. Armado de una cámara, mi objetivo les fue siguiendo a todas partes, apostados uno a uno en la fila que llevaba hasta el escenario, imponentes ellos con su austero black-and-white, nerviosas ellas encima de esos tacones imposibles y dentro de esos vestidos de mil y un colores; esos vestidos que tan pocas veces han podido calzarse en estos seis años de saciar al monstruo. Allí, entre instantánea e instantánea, noté brotar dentro de mí una sensación rara de desazón, el nudo en el estómago del que contempla hipnotizado un paisaje y despierta del sueño para darse cuenta de que quizás jamás vuelva a contemplarlo. Allí me di cuenta de lo mucho que me han dado estos batablancas a lo largo de estos años y todo en un momento en el que pensé que ya nadie me daría nada. El post de hoy, así como cada uno de los futuros éxitos y fracasos de este humilde juntaletras, va dedicado a ellos.

A Mario, Débora, Susana, Silvia, Jose, Sandra, Alicia, Cristian, Bea, Pepi, Lidia, Marta, Vicky, Mafe, Raquel, Lola, Iván, Limonche, Fran, Paula, Ana, Irene y un larguísimo etcétera.

Gris 



martes, 3 de julio de 2012

Los muros de Finlandia


"¡Sufra usted por La Roja, hasta las abuelas lo hacen!"
Dado que este blog no es sino un espacio donde sincerarme (como todo buen bloguero tengo ese punto justo de narcisismo), no quedará fuera de lugar que comparta con vosotros uno de mis pecados más inconfesables: me aburren los grandes eventos deportivos. Me aburre la histeria colectiva, los gañidos guturales que resuenan desde las gargantas más viriles, hipnotizadas frente a un televisor, esas que se encogerían con testosterónica indiferencia ante la instantánea del niño sirio ensangrentado pero que se derrumban y lamentan cual damisela quejumbrosa cuando un árbitro no señala ese penalti. 

Me aburren los derroteros que ha ido tomando un periodismo deportivo que trata, muchas veces sin éxito, de ir rellenando el gran vacío de contenido de unas competiciones que, at the end of the day, no son sino la repetición hasta el desmayo del esquema de unos equipos enfrentados a otros. Para ello, acuden al más grandilocuente de los lenguajes grandilocuentes, a esa épica que a tantos emociona – pero que a mí, oh infiernos, me aburre, aburre, aburre – y que gusta de ampulosidades huecas tales como la “eternidad”, la “leyenda”, la “conquista de Europa”, la “final más emocionante de la historia”, la “triple corona”, el “ejercicio de hidalguía”,  y así hasta el infinito, conformando una jerga que se antoja dialecto exclusivo a unos cuantos elegidos pero que no deja de ser una variación de unos pocos y manoseados lugares comunes.  

"La Roja se ha convertido en un dogma, en el único vehículo legitimado para que este país exprese sus sentimientos"

 Oh sí, me duele blasfemar de esta manera pero no me queda más salida: me aburre profundamente La Roja. En cambio, lo que está bastante lejos de aburrirme y me fascina y preocupa a partes iguales es la manera en que se ha convertido en un dogma, el único vehículo que parece legitimado para que este país desquiciante canalice sus sentimientos. Como de todo lo demás, esta España siempre tan barroca, que no da un paso sin lanzar un par de gritos – piel de toro, que le dicen – ha hecho de la celebración un dogma, un axioma al que todos, hombre o mujer, niño o anciano, rinden homenaje con frenética devoción. Y la celebración de las celebraciones de la postmodernidad son las victorias deportivas, todo ello máxime en un país que jamás se ha visto cómodo con sus símbolos nacionales y que busca siempre canales alternativos para sentirse, en palabras de Primo de Rivera, una, grande y libre. 

No todos tienen por qué compartir sus intereses, caballero
Así las cosas, en la España de nuestro tiempo se ha establecido una ecuación bastante peligrosa en cuanto al sectarismo que trae consigo: la mejor y principal manera de creer en nosotros es vitoreando, cerveza en mano, a un once de unos cuantos hombres que, con sus muchas cualidades – no dudo que las tendrán – no representan a nuestro país en mayor medida que nuestros músicos, ingenieros o científicos (esos a los que el mismo Gobierno que aplaude goles desde palcos reservados ha declarado que “sobran”, ¿se acuerdan?). Aún más negativo que vincular fútbol con patriotismo es tratar de imponer ese esquema a los que, respetándolo como respetamos toda opción, jamás podríamos identificarnos con ella y unirnos a esa enorme fiesta (fiessssshta, que diría alguno); tuits como el que aquí os traigo hacen que el que aquí escribe se sienta poco menos que un paria por expresar lo que no deja de ser una duda razonable. Y eso que, a diferencia de otros, no he tenido el más mínimo interés en que ganara otro país la final, sólo que - oh, crimen inconfesable - tampoco me quitaba el sueño que lo hiciera España.

El Primer Ministro de Finlandia, Jyrki Katainen (Europa Press)
La mente entretenida con estas y otras reflexiones igualmente intrascendentes, esta mañana consultaba el portal de El País y mis ojos, aún entrecerrados a pesar del cafetón que me he desayunado, se han abierto con sorpresa al toparse con la palabra “Finlandia” en nada menos que un titular. Un poco más despierto, he pinchado y devorado una historia que con sus particularidades, representa el clásico de desconfianzas y recelos norte-sur. A través de su sobrio pero cortante primer ministro Jyrki Katainen – qué apellidos más resultones tienen siempre estos finlandeses -, Finlandia se ha desmarcado del entusiasmo general hacia el acuerdo alcanzado por el Consejo Europeo de la semana pasada y declarado que se opondrá a la compra directa de deuda de países que han sido, en palabras de Katainen, “irresponsables”. Con toda la carga de significado que esa palabra tiene para una de las sociedades más insoportablemente responsables de Europa y por ende, del mundo entero.  

Esta noticia me ha picado la curiosidad por conocer más de cerca los entresijos de la política del país en el que voy a pasar un año de mi vida y así he comprobado que una vez más, la política interior del país está condicionando sus decisiones en el exterior, y de qué manera. Después de todo, frau Merkel, su misma aplaudida mentora y heroína, se ha mantenido en sus trece con el dogma suicida de la austeridad no – o al menos no principalmente – porque creyera de verdad en él sino porque era lo que percibía como aquello en lo que creían sus votantes, que al fin y al cabo son quienes la renuevan cada cuatro años en su fabuloso despacho de la Cancillería de Berlín y no los irresponsables ciudadanos del sur. Y si en Alemania el único monstruo al que teme nuestra Merkel son sus votantes, en Finlandia lo es un populismo de corte ultranacionalista y xenófobo, como sólo puede serlo una nación en la que nueve de cada diez personas son escandalosamente altas y rubias, con un par de ojos azul grisáceo que envidiaría cualquiera de nosotros, oh sureños.

¡Damas y caballeros, les presento a los Auténticos Finlandeses!



Hablo de Perussuomalaiset (PS) y en cristiano, Auténticos Finlandeses, formación que en las elecciones parlamentarias de 2011 sorprendió a todos – comenzando por los propios finlandeses, siempre tan comedidos – con un escalofriante 19.1%, convirtiéndose en la tercera formación más votada y principal oposición a la actual coalición de centroderecha. Como ya hiciera la infame Pia Kjærsgaard en Dinamarca, Timo Soini ha sabido captar las pulsiones euroescépticas de la tierra del millón de lagos y se ha convertido en un verdadero tormento que, paradójicamente, condiciona más las decisiones en política exterior que la propia coalición gobernante. En el fondo y a pesar de su arraigada tradición de tolerancia y hospitalidad, la Finlandia aislada y monoétnica jamás se ha manejado bien con ese otro moreno, bajito y ruidoso, jamás se ha llegado a desprender de los clichés sobre los países del sur, ese mito del mediterráneo inconsciente por cuya pereza y errores siempre deben pagar otros. Aunque reconozcámoslo: a construir ese mito hemos contribuido como nadie los ciudadanos y muy especialmente los políticos del sur, con una bonanza a base de pelotazos que se ha desmoronado mientras fortalezas como la finlandesa soportaban la crisis sin mayor problema. 

"La Finlandia aislada y monoétnica jamás se ha manejado bien con ese otro moreno, bajito y ruidoso"

 Me confieso intrigado por ver cómo se manejará un español como el que escribe estas líneas – aunque ni moreno, ni bajito, ni ruidoso, español al fin y al cabo – por esa Finlandia erguida en nórdica paladina de la causa antirrescate. Sospecho que bien, dado que la experiencia siempre me ha demostrado que los estereotipos jamás resisten el peso de la sensatez de una (buena, se entiende) interacción personal y directa. Pero siempre me quedará la fascinación por los engranajes que mueven a esta Atlántida del Báltico en su relación con un mundo que apenas oye hablar de ella y cuando lo hace, rara vez es sin los consabidos tópicos. Siempre me fascinará una Finlandia que, como acabo de comprender, combate la inseguridad derivada de saberse remota, aislada e ignorada construyendo unos muros aún más altos en torno a su inmensidad de bosques y lagos. Nosotros tendremos a La Roja para calmar nuestro miedo a la irrelevancia, pero a ellos sólo les queda ser, más que nunca, la Finlandia que se vuelve sobre sí misma.

Gris

(http://www.expatica.com)