martes, 10 de julio de 2012

Un juntaletras entre batablancas

¡Socorro, un batablanca asesino!

Cuanto más lo leo, más me atrae ese título para abrir las improbables memorias de mis años más recientes. Decía George Carlin que es preferible mantener un grupo de amigos lo más pequeño posible puesto que tres de cada cuatro asesinatos son a manos de alguien que conocía a la víctima. Y yo parezco haber dedicado los últimos cuatro años en Madrid a llenar mi vida de más y más potenciales asesinos, de esos que aguardarán al instante en que me abrace la fama, firme autógrafos en mejillas febriles de admiración y acumule más Pulitzers en la estantería que tomos de la Enciclopedia Británica para entrar en mi luminosa villa a orillas del Báltico – puestos a soñar estupideces – y asesinarme a sangre fría. Sí, queridos lectores y blogueros: no les hablo sino de mis queridos batablancas. 

Aunque todavía queden un par de cafés hasta escribir unas memorias – para bien o para mal todo está aún por escribir en la página en blanco que sigue siendo esta humilde vida mía -, estos días de un cielo azul insoportable, de emociones que zumban y restallan como lo hace la electricidad en una tormenta de verano, este julio que sigue, como junio, oliendo a una despedida que no termina, que sigue sonando a megafonía de última llamada en una estación, sabiendo a la sal de unas lágrimas mal contenidas… Como decía – que me pierdo, como siempre – este julio no he podido evitar sentarme a contar atardeceres y a echar la vista atrás, en ese ejercicio tan masoquista pero tan entrañablemente humano conocido como hacer balance, mirar alrededor de uno y preguntarse: compañero, ¿en qué punto nos encontramos?

"Si hay algo que me aterra son los puntos de inflexión, esas épocas en las que se cierran puertas y se abren otras"


Como gran inseguro, si hay algo que me aterra son los puntos de inflexión, esas épocas en la vida de uno en las que se cierran puertas con ese chasquido de lo definitivo y se abren otras por las que se intuye más que se siente el aire de las cosas nuevas. Sé que esto no es problema para algunos – ese tipo de gente cuya vida ha sido una sucesión de reinvenciones, de embarcarse en viajes sólo de ida y nunca mirar atrás – pero yo no puedo cerrar ninguna puerta sin preguntarme por lo que dejo atrás.

¡Un brindis por Renia, Renata, Rinitis, Renardo y Renoir! 
Y es que, en este caso, lo que dejo atrás es una amistad que difícilmente hubiera sospechado cuando, hace cuatro años y acompañado por mi pequeño, entré por primera vez en la Facultad de Medicina, estreché manos y besé mejillas intentando entre nervios memorizar tantos nombres desconocidos que luego llegarían a significar tanto. Sitúenme en mi contexto, que diría un erudito de la pragmática: recién llegado de una Salamanca escenario de mil fracasos y soledades, aún desconfiado, receloso de todo acercamiento, de toda sonrisa fácil… No recuerdo bien ya qué es lo que esperaba exactamente de los Madriles y de la gente que iba a conocer; lo que sé es que no se parece en nada a lo que ha llegado a ser después.

A veces cuesta recordar la vocación entre tanta línea
A riesgo de estereotiparles, si quiero describiros a mis batablancas deberé necesariamente mencionar la carrera de Medicina, ese monstruo insaciable que durante seis años ha devorado, mordisco a mordisco, esquema tricolor a esquema tricolor, diapositiva a diapositiva, todas las horas de su tiempo libre. Podríamos hacer cábalas sobre si hubiera sido menor la amistad de haber estudiado otra carrera, pero la realidad ha sido que estudiaban medicina, que desde que les conocí y hasta hoy mismo – mientras yo escribo estas líneas y vosotros las leéis, ellos se dan de cabezazos contra un resumen MIR de las patologías de la faringe – se han dejado la piel por sacar adelante unos estudios. ¿Y cómo no simpatizar con ellos? ¿Cómo no derrumbarme cada vez que asistía a la enésima renuncia, al enésimo instante de silenciosa amargura ante el hecho de saberse encadenado a una mesa y unos apuntes mientras allá afuera el tren de la vida seguía en marcha y a él se encaramaban, entre alegres carcajadas, los afortunados que eligieron estudiar otra cosa?

Pero hoy quiero hacerles justicia, no quiero recordarles únicamente – ni que vosotros les conozcáis – por la losa que han cargado a cuestas; quiero recordarles por cómo han tenido la entereza de quitársela de encima, de, cerveza en mano, burlarse de ella a golpe de carcajadas, de anécdotas, de fotos ridículas, de desmadres, del último cotilleo susurrado entre cinco o seis cabezas inclinadas, de abrazos colectivos. Y es de eso de lo que hoy vengo a hablaros: de una victoria. Porque aunque muchos de ellos sigan sin enterarse – todo el día estudiando estos batablancas tan cansinos, nos necesitan a nosotros para que se lo recordemos -, han ganado la batalla. Como ya hiciera David con su minúscula honda, a base únicamente de esfuerzo, paciencia inquebrantable y, ante todo, capacidad de reírse de sí mismos – cómo si no habrían sobrevivido – mis batablancas han vencido a su Goliat particular, le han asestado el golpe mortal y al final, han encontrado su propio camino tras años vagando por el desierto. ¿Y acaso no es eso lo que, con mayor o menor éxito, tratamos todos de conseguir en esta vida?

"Mis batablancas han ganado la batalla, han encontrado su propio camino tras años vagando por el desierto"


Enfundado en un traje que me prestaron, el pasado 30 de junio asistí a su graduación. Armado de una cámara, mi objetivo les fue siguiendo a todas partes, apostados uno a uno en la fila que llevaba hasta el escenario, imponentes ellos con su austero black-and-white, nerviosas ellas encima de esos tacones imposibles y dentro de esos vestidos de mil y un colores; esos vestidos que tan pocas veces han podido calzarse en estos seis años de saciar al monstruo. Allí, entre instantánea e instantánea, noté brotar dentro de mí una sensación rara de desazón, el nudo en el estómago del que contempla hipnotizado un paisaje y despierta del sueño para darse cuenta de que quizás jamás vuelva a contemplarlo. Allí me di cuenta de lo mucho que me han dado estos batablancas a lo largo de estos años y todo en un momento en el que pensé que ya nadie me daría nada. El post de hoy, así como cada uno de los futuros éxitos y fracasos de este humilde juntaletras, va dedicado a ellos.

A Mario, Débora, Susana, Silvia, Jose, Sandra, Alicia, Cristian, Bea, Pepi, Lidia, Marta, Vicky, Mafe, Raquel, Lola, Iván, Limonche, Fran, Paula, Ana, Irene y un larguísimo etcétera.

Gris 



martes, 3 de julio de 2012

Los muros de Finlandia


"¡Sufra usted por La Roja, hasta las abuelas lo hacen!"
Dado que este blog no es sino un espacio donde sincerarme (como todo buen bloguero tengo ese punto justo de narcisismo), no quedará fuera de lugar que comparta con vosotros uno de mis pecados más inconfesables: me aburren los grandes eventos deportivos. Me aburre la histeria colectiva, los gañidos guturales que resuenan desde las gargantas más viriles, hipnotizadas frente a un televisor, esas que se encogerían con testosterónica indiferencia ante la instantánea del niño sirio ensangrentado pero que se derrumban y lamentan cual damisela quejumbrosa cuando un árbitro no señala ese penalti. 

Me aburren los derroteros que ha ido tomando un periodismo deportivo que trata, muchas veces sin éxito, de ir rellenando el gran vacío de contenido de unas competiciones que, at the end of the day, no son sino la repetición hasta el desmayo del esquema de unos equipos enfrentados a otros. Para ello, acuden al más grandilocuente de los lenguajes grandilocuentes, a esa épica que a tantos emociona – pero que a mí, oh infiernos, me aburre, aburre, aburre – y que gusta de ampulosidades huecas tales como la “eternidad”, la “leyenda”, la “conquista de Europa”, la “final más emocionante de la historia”, la “triple corona”, el “ejercicio de hidalguía”,  y así hasta el infinito, conformando una jerga que se antoja dialecto exclusivo a unos cuantos elegidos pero que no deja de ser una variación de unos pocos y manoseados lugares comunes.  

"La Roja se ha convertido en un dogma, en el único vehículo legitimado para que este país exprese sus sentimientos"

 Oh sí, me duele blasfemar de esta manera pero no me queda más salida: me aburre profundamente La Roja. En cambio, lo que está bastante lejos de aburrirme y me fascina y preocupa a partes iguales es la manera en que se ha convertido en un dogma, el único vehículo que parece legitimado para que este país desquiciante canalice sus sentimientos. Como de todo lo demás, esta España siempre tan barroca, que no da un paso sin lanzar un par de gritos – piel de toro, que le dicen – ha hecho de la celebración un dogma, un axioma al que todos, hombre o mujer, niño o anciano, rinden homenaje con frenética devoción. Y la celebración de las celebraciones de la postmodernidad son las victorias deportivas, todo ello máxime en un país que jamás se ha visto cómodo con sus símbolos nacionales y que busca siempre canales alternativos para sentirse, en palabras de Primo de Rivera, una, grande y libre. 

No todos tienen por qué compartir sus intereses, caballero
Así las cosas, en la España de nuestro tiempo se ha establecido una ecuación bastante peligrosa en cuanto al sectarismo que trae consigo: la mejor y principal manera de creer en nosotros es vitoreando, cerveza en mano, a un once de unos cuantos hombres que, con sus muchas cualidades – no dudo que las tendrán – no representan a nuestro país en mayor medida que nuestros músicos, ingenieros o científicos (esos a los que el mismo Gobierno que aplaude goles desde palcos reservados ha declarado que “sobran”, ¿se acuerdan?). Aún más negativo que vincular fútbol con patriotismo es tratar de imponer ese esquema a los que, respetándolo como respetamos toda opción, jamás podríamos identificarnos con ella y unirnos a esa enorme fiesta (fiessssshta, que diría alguno); tuits como el que aquí os traigo hacen que el que aquí escribe se sienta poco menos que un paria por expresar lo que no deja de ser una duda razonable. Y eso que, a diferencia de otros, no he tenido el más mínimo interés en que ganara otro país la final, sólo que - oh, crimen inconfesable - tampoco me quitaba el sueño que lo hiciera España.

El Primer Ministro de Finlandia, Jyrki Katainen (Europa Press)
La mente entretenida con estas y otras reflexiones igualmente intrascendentes, esta mañana consultaba el portal de El País y mis ojos, aún entrecerrados a pesar del cafetón que me he desayunado, se han abierto con sorpresa al toparse con la palabra “Finlandia” en nada menos que un titular. Un poco más despierto, he pinchado y devorado una historia que con sus particularidades, representa el clásico de desconfianzas y recelos norte-sur. A través de su sobrio pero cortante primer ministro Jyrki Katainen – qué apellidos más resultones tienen siempre estos finlandeses -, Finlandia se ha desmarcado del entusiasmo general hacia el acuerdo alcanzado por el Consejo Europeo de la semana pasada y declarado que se opondrá a la compra directa de deuda de países que han sido, en palabras de Katainen, “irresponsables”. Con toda la carga de significado que esa palabra tiene para una de las sociedades más insoportablemente responsables de Europa y por ende, del mundo entero.  

Esta noticia me ha picado la curiosidad por conocer más de cerca los entresijos de la política del país en el que voy a pasar un año de mi vida y así he comprobado que una vez más, la política interior del país está condicionando sus decisiones en el exterior, y de qué manera. Después de todo, frau Merkel, su misma aplaudida mentora y heroína, se ha mantenido en sus trece con el dogma suicida de la austeridad no – o al menos no principalmente – porque creyera de verdad en él sino porque era lo que percibía como aquello en lo que creían sus votantes, que al fin y al cabo son quienes la renuevan cada cuatro años en su fabuloso despacho de la Cancillería de Berlín y no los irresponsables ciudadanos del sur. Y si en Alemania el único monstruo al que teme nuestra Merkel son sus votantes, en Finlandia lo es un populismo de corte ultranacionalista y xenófobo, como sólo puede serlo una nación en la que nueve de cada diez personas son escandalosamente altas y rubias, con un par de ojos azul grisáceo que envidiaría cualquiera de nosotros, oh sureños.

¡Damas y caballeros, les presento a los Auténticos Finlandeses!



Hablo de Perussuomalaiset (PS) y en cristiano, Auténticos Finlandeses, formación que en las elecciones parlamentarias de 2011 sorprendió a todos – comenzando por los propios finlandeses, siempre tan comedidos – con un escalofriante 19.1%, convirtiéndose en la tercera formación más votada y principal oposición a la actual coalición de centroderecha. Como ya hiciera la infame Pia Kjærsgaard en Dinamarca, Timo Soini ha sabido captar las pulsiones euroescépticas de la tierra del millón de lagos y se ha convertido en un verdadero tormento que, paradójicamente, condiciona más las decisiones en política exterior que la propia coalición gobernante. En el fondo y a pesar de su arraigada tradición de tolerancia y hospitalidad, la Finlandia aislada y monoétnica jamás se ha manejado bien con ese otro moreno, bajito y ruidoso, jamás se ha llegado a desprender de los clichés sobre los países del sur, ese mito del mediterráneo inconsciente por cuya pereza y errores siempre deben pagar otros. Aunque reconozcámoslo: a construir ese mito hemos contribuido como nadie los ciudadanos y muy especialmente los políticos del sur, con una bonanza a base de pelotazos que se ha desmoronado mientras fortalezas como la finlandesa soportaban la crisis sin mayor problema. 

"La Finlandia aislada y monoétnica jamás se ha manejado bien con ese otro moreno, bajito y ruidoso"

 Me confieso intrigado por ver cómo se manejará un español como el que escribe estas líneas – aunque ni moreno, ni bajito, ni ruidoso, español al fin y al cabo – por esa Finlandia erguida en nórdica paladina de la causa antirrescate. Sospecho que bien, dado que la experiencia siempre me ha demostrado que los estereotipos jamás resisten el peso de la sensatez de una (buena, se entiende) interacción personal y directa. Pero siempre me quedará la fascinación por los engranajes que mueven a esta Atlántida del Báltico en su relación con un mundo que apenas oye hablar de ella y cuando lo hace, rara vez es sin los consabidos tópicos. Siempre me fascinará una Finlandia que, como acabo de comprender, combate la inseguridad derivada de saberse remota, aislada e ignorada construyendo unos muros aún más altos en torno a su inmensidad de bosques y lagos. Nosotros tendremos a La Roja para calmar nuestro miedo a la irrelevancia, pero a ellos sólo les queda ser, más que nunca, la Finlandia que se vuelve sobre sí misma.

Gris

(http://www.expatica.com)

jueves, 31 de mayo de 2012

Este junio con sabor a despedida


Recostado contra los muros de marfil dorado
del laberinto de tu piel morena, 
he jugado a creer que no pasaba el tiempo,
a amueblar castillos en el aire, 
a dibujar su silueta acristalada con la punta de mis dedos


Olvidando, protegido en la penumbra tras la dulce venda que tú,
siempre tú,
dejaste caer hace años sobre mi mirada,
que el tiempo,
Chronos impasible,
termina por ganarnos cada batalla.

Y así, pequeño mío, nos hemos dejado arrastrar,
mecidos por el tarareo monocorde
de la más apacible de las rutinas,
Hipnotizados por la paleta de colores imposibles,
los colores de un loco,
que con trazo grueso, inexperto, infantil,
pinta a borbotones el estallido y el dolor de un amor inesperado.
Del azul metálico del cielo de sus comienzos,
del púrpura de sus atardeceres,
del ocre apagado de sus eriales y desiertos,
del bronce teñido de sangre de sus caminos alfombrados de hojas secas.
del gris perlado de sus muros de plata,
del rojo vivo de sus infiernos.

Melancólicos vitalistas, escépticos apasionados,
brujos y alquimistas,
libres pero encarcelados,
idiotas,
enamorados.
Nos hemos dejado arrastrar por la espuma de este mar en calma,
por el día que lleva al día que lleva al día,
por la noche sin estrellas, el día inacabado.

Y así, compañero entre compañeros, hemos bailado cada paso.  
Y en el frenético baile hemos burlado a Chronos,
pirueta a pirueta,
leves como la risa de un niño,
sonrientes,
fugitivos,
hemos atravesado sus barrotes de apatía,
escalado sus muros de negro acero,
y un pie tras el otro,
acompañados por la melodía de nuestro silencio,
hemos recorrido las millas de este camino.
Camino libre,
camino incierto,
camino nuestro.

Por eso no me duele ya la nostalgia
del que extraña lo que sigue estando a su lado.
No me duele esta eterna víspera,
este andén de una estación,
esta maleta llena de ropa,
esta luz que ya se apaga,
esta última canción.


No, no me duele este junio con sabor a despedida,
porque sé,
compañero entre compañeros,
mi guardián, mi muralla, mi santuario,
que ya hemos ganado. 


 
A la persona que más quiero. Tu fuego me mantendrá vivo en la larga noche finlandesa.

Gris


martes, 15 de mayo de 2012

La pesadilla Erasmus


Los antropólogos del futuro van a tener una tarea interesante entre manos. Entre dar con un desencriptador capaz de descifrar los garabatos de mis últimos esquemas de Historia de la Comunicación Social, analizar la composición bioquímica de esa pizza que lleva meses sepultada en el cavernoso destierro de nuestro congelador, catalogar todas las formas de vida que aparezcan cuando separen el radiador de la pared y se descubra “el” rincón en el que nunca barremos, tenebroso triángulo de las Bermudas en el que caen, atraídas sin remedio, todas las monedas de céntimo para salir convertidas en pelusa interestelar… Oh, les auguro una carrera profesional fascinante, plagada de acertijos irresolubles y de preguntas que sólo conducen a más preguntas.

Miro a mi alrededor y ya puedo verles, esos rostros consumidos por la emoción del descubrimiento, sosteniendo entre índice y pulgar uno de nuestros calcetines desemparejados, etiquetando con aséptica eficiencia muestra tras muestra de pases de discoteca y vales de descuento del Burger King, desempolvando con respeto ceremonial  la cubierta de uno de esos libros del orden de “Manual de Farmacología” o “Anatomía Patológica” que tanto abundan en nuestra estantería. Ah, aunque jamás llegue a conocerles y agradecerles personalmente su rigor y competencia, siento un cariño inexplicable por mis queridos descubridores. Sólo puedo esperar que su sentida vocación científica resista el trance de deslizar la puerta corredera del armario y allí encontrarse, oh infiernos, con los restos descoloridos de mi esqueleto y mi nota de suicidio.
 
“No lloréis por mí”, dirá la nota, “no derraméis lágrimas amargas por mi triste final, pues muero en paz, sabiendo que no me aguarda en los infiernos horror comparable al de gestionar los trámites para obtener una beca Erasmus”. “¿Erasmus?”, se extrañará en voz alta la antropóloga jefe, una suerte de Bones futurista pero igualmente tenaz, recibiendo por respuesta de su colega allí presente una mirada de idéntica confusión.

A todas esas cejas levantadas, preguntándose en estos momentos sobre la relación entre la historieta anterior y la beca Erasmus, les remito a la portada de cualquier diario nacional del último año. A menos que las cosas den un giro de 180º - y aunque en política lo hagan con frecuencia, rara vez es para bien -, el deseado Erasmus tiene los días contados en nuestro país y bien podría acabar perteneciendo al campo de la antropología; un mito que los futuros estudiantes españoles citarán con fervor para la incredulidad del que les esté escuchando: “¿Becados para estudiar en el extranjero? ¡Te estás quedando conmigo!”

Como beneficiario de una de las últimas becas Erasmus – la Complutense ya ha anunciado que planea reducir drásticamente los destinos y becas – confieso que los meses de trámites han sido una pesadilla a ratos, un vagar por el desierto a otros. Desde conseguir descifrar el kilométrico .pdf que cuelgan las oficinas Erasmus de las facultades y al que te remiten de malas maneras cuando les planteas cualquier duda (duda que tardarían en resolver lo mismo o menos de lo que les lleva explicarte que no pueden resolvértela), hasta el salto al vacío que uno se marca rellenando un Learning Agreement que rara vez termina de comprender, pasando por una infinidad de situaciones esperpénticas.

Al estudiante elegido para disfrutar de una beca Erasmus pronto se le atraganta el entusiasmo al darse cuenta de que los trámites, lejos de terminar, no han hecho sino comenzar. A partir de ese momento, al pobre incauto le esperan horas y más horas perdidas golpeando la cabeza contra ese muro tras el que se parapetan la mayor parte de administrativos de las oficinas Erasmus; unos administrativos armados con la más indescifrable de las retóricas indescifrables, sembrada de entelequias burocrático-lingüísticas que lanzan al estudiante sin perder la media sonrisilla.

No hay que olvidar que sobre sus hombros descansa la titánica labor de gestionar centenares de solicitudes con muy pocos medios; tampoco hay que olvidar – ni dejar de agradecer – que desempeñan esa labor estupendamente. Por eso cuesta comprender por qué parecen querer convertir el proceso en algo más inhumano de lo innecesariamente inhumano para el estudiante, criminalizarlo cada vez que tiene una petición de información – un derecho evidente para quien paga una matrícula –  en un proceso burocrático en el que a uno le surgen a patadas. Como digo, no lo comprendo. ¿Quizás un desquite, una de esas pequeñas venganzas a las que tan afectos somos los humanos? Ni lo sé, ni creo que vaya averiguarlo en esta vida.

De hecho, si la universidad salva la cara en estos temas es gracias a la labor de voluntarios (ya me veo a la Botella dando palmas): el estudiante de tu facultad que se encuentra en el Erasmus que has solicitado y que desinteresadamente te lo cuenta todo, desde la ropa de abrigo que uno necesita para sobrevivir a los -25 de Helsinki hasta la cuantía de la beca que recibe cada mes, pasando por el garito Erasmus en el que dejarse caer cada miércoles; los jóvenes becarios que trabajan en la oficina Erasmus y que consiguen (¡Oh, prodigio!) que cada vez que llames a la puerta de la misma no sientas que estás metiéndote en la jaula del león.

A todos ellos, profundo y sentido agradecimiento. Porque es gracias a ellos que uno conserva una cierta esperanza tras esa odisea a la deriva por los fangos del laberinto burocrático. Hace apenas una semana, finiquitado ya el último trámite (contaros cuál sería alargarse más de lo que ya se está alargando este interminable post…), volví a casa andando y me senté frente al ordenador. Sin darme cuenta, abrí el explorador y tecleé “Helsinki” en la barra de búsqueda. Así, envuelto en el silencio de los instantes irrepetibles, mis ojos devoraron con avidez cada detalle de la instantánea a pantalla completa de la ciudad en la que voy a pasar un año de mi vida. Y por fin se hizo la luz; y por fin lo sentí brotar a borbotones dentro de mí, como brotan las cosas inesperadas pero sin retorno:

Me voy, me voy, ¡¡ME VOY!!

Gris




viernes, 11 de mayo de 2012

Erasmus


Quizás por haber dado tantos tumbos hasta encontrar “la” carrera, durante años se ha ido aplazando uno de mis mayores sueños – “el” sueño – antes de entrar en la universidad: la beca Erasmus.

Aunque quizás para otros el asunto se reduzca a una excusa para el desmadre continuo, un agradable cambio de rutina no esperado inicialmente pero bienvenido de cualquier forma, he de admitir que, en mi caso – como en el de muchos otros, estoy seguro – marcharme responde a una necesidad vital. Esto es algo que compartimos los que adolecemos de escapismo: ese ansia, que nos roe las entrañas desde que tenemos uso de razón, por conocer todo lo que no se encuentre a un radio de 100 km de distancia. Por escapar, en suma, de todo lo familiar y predecible, por más cómodos que nos sintamos tras los acogedores barrotes de la cárcel de oro.

Buscar cualquier cosa en Wikipedia y terminar con 50 pestañas abiertas, pasarse horas hipnotizado ante el Googlemaps – versión posmoderna de la Larousse -  con la media sonrisa del nostálgico que extraña lo que nunca conoció y probablemente jamás conocerá, y, por encima de todo, morirse de ganas de que llegue “el” instante. Sí, exactamente ese instante: aquel en el que se baja uno del avión, tren o coche, cierra los ojos y aspira fuertemente ese aire de los sitios nuevos. Aire de mar, de montaña, de oscuras arboledas, de megalópolis inquieta. Sí, ese aire: quién lo ha probado lo sabe.

Pero ni toda una vida de trayectoria como reconocido escapista me basta para hacerme a la idea del salto al vacío que comienza para mí en septiembre. Oh, no hablo de comprenderlo racionalmente – sé y soy consciente de que me voy a Finlandia –, hablo de sentirlo en propia carne. De sentir que pasaré nueve meses en esa Atlántida del Báltico, esa inmensidad de millas y más millas de coníferas, impasibles centinelas de verde y metálica armadura. Bosque sobre lago, lago sobre bosque. Verde sobre azul, azul sobre verde. Blanco sobre ambos, cubriéndolos con el suave manto del silencio. El silencio pétreo de los lugares eternos, que han sido y serán.

Los ingleses tienen un dicho en el que pienso bastante últimamente: the grass is always greener on the other side. Y aunque (es preciso recordarlo) la hierba es más verde en Finlandia que en mi Castilla agrietada y querida, existe siempre la posibilidad de que mi Atlántida, esa Finlandia que siempre he imaginado envuelta entre las brumas y la leyenda, se quede en eso, en brumas que se disipan y revelan a un país que, con sus particularidades, es como cualquier otro. Decía el sabio de Sabina que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Y yo he sido feliz construyéndome mi mito de Finlandia desde la distancia, recorriendo sus bosques y sus lagos en mi imaginación.

Sólo el tiempo dirá si los castillos en el aire que construí hace tantos años resistirán el conflicto entre la Finlandia de mis sueños y la Finlandia real. Es un riesgo que debo asumir, quiero asumir. Porque existen momentos, no demasiados, en los que siento abrirse una puerta ante mí y sé que lo que hay al otro lado es Finlandia, es su aire a norte, a inmensidad y a hojas secas. Y durante un instante, un único y mágico instante, puedo tocarlo todo con la punta de mis dedos. 

 Gris
 



Finland

...And now, after so long a wait

I shall walk the same woods you walked

Breathe in the same northern air you breathed

Drink from the thousand mysteries you once unveiled for me

I shall never forget the days of the long winter that is to come...